martes, 9 de noviembre de 2010

¿LA FAMILIA? o ¿LAS FAMILIAS?

El uso de la palabra “familia”, de raíz osca - antiguo pueblo de Italia  - se usó en sus orígenes para designar a la servidumbre (famulus). A mediados del siglo XV, su significado se amplió para denominar a todos los integrantes de la casa, incluidos los esclavos, las mujeres cautivas y la descendencia engendrada por el amo. El vínculo de unión más importante que los unía era una especie de convenio tácito de lealtad y protección. No obstante, el señor de la casa disponía de la vida y de los bienes de sus miembros - el patrimonio - de manera que acrecentarlo era un signo de riqueza y poder. A  medida que transcurrió el tiempo, esta familia patriarcal fue evolucionando lenta y paulatinamente hacia formas más actuales.

La familia del medioevo estaba constituida por parientes consanguíneos y políticos que vivían en agrupaciones intergeneracionales, conformando una unidad económica de producción. Compartían techo y trabajo, realizaban conjuntamente tareas agrícolas y artesanales bajo la conducción del “jefe de familia”. Las mujeres se encargaban de las tareas domésticas y de otras, destinadas a mantener el sistema social. La transmisión de los valores, el culto, la educación de los hijos, el cuidado de los enfermos y de los ancianos eran funciones propias de la familia. Esta configuración familiar, se observaba tanto en  la “familia extensa” de la Europa Occidental, como en  la “familia colectiva” de la India o la “zadruga” de los Balcanes.

Los matrimonios se concertaban “por conveniencia” con el propósito de aunar propiedades, preservar y transmitir el patrimonio y continuar el linaje. La falta de amor entre los esposos no era un tema a tener en cuenta, ni un impedimento para la convivencia; naturalmente, la constitución de la familia a los fines propuestos, no podía quedar librada a los sentimientos personales. Los hijos eran propiedad del padre y su crianza estaba a cargo de nodrizas y de la red de parientes. La jerarquía social de las personas se basaba en el status familiar y la posición social de la mujer, en el matrimonio.

En el Siglo XVII con el advenimiento de la Revolución Industrial se produjeron grandes cambios sociales. Toda la sociedad en su conjunto fue trasformada por el impacto de las nuevas tecnologías y por supuesto, la estructura familiar y sus valores, no permaneció ajena a los mismos. No podía ser de otra manera, ambas  - sociedad y familia - conforman un todo acompasado: como ocurre en los hologramas, la familia está contenida en la sociedad de la cual forma parte y  la sociedad está presente en las familias que la constituyen.

La industrialización y la urbanización, condujeron a la desintegración de los estados feudales. La producción se desplazó del campo a las ciudades y del ámbito doméstico a las fábricas. El sistema exigió trabajadores que se trasladaran hacia las nuevas fuentes de trabajo – las fábricas - y la familia extensa del medioevo no tuvo más alternativa que hacerse más pequeña y móvil.

Al respecto dice Alvin Toffler: “Agobiadas bajo la carga de parientes ancianos, enfermos, incapacitados y gran número de hijos, la familia extensa era cualquier cosa menos móvil. Por tanto, empezó a cambiar gradual y dolorosamente la estructura familiar. Desgarradas por la inmigración a las ciudades, vapuleadas por las tempestades económicas, las familias se deshicieron de parientes indeseados, se hicieron más pequeñas, más móviles y más adecuadas a la nueva tecnósfera”.

Fue así que la base material de la subsistencia dejó de ser la tierra y pasó a ser la venta de fuerza laboral. El trabajo se separó del ámbito familiar y la convivencia cotidiana entre parientes se perdió. Para el nuevo sistema de producción la unidad relevante fue el individuo y dejó de ser la familia.
Inmersas en este estado de cosas, las personas perdieron el marco de referencia tradicional que guiaba su conducta. Se cuestionaron las costumbres, las creencias y los valores, y el orden social preestablecido poco a poco fue sustituido por otro más acorde a los nuevos tiempos.
Las funciones tradicionales de la familia sufrieron los efectos desestabilizadores del cambio. Ante la incapacidad material para cumplir con ellas, debieron ser delegadas: la producción de bienes se trasladó a las fábricas, la transmisión del culto a las iglesias, la educación de los hijos a las escuelas, el cuidado de los enfermos a los hospitales y el de los ancianos a los asilos. La familia, en tanto centro de poder, delegó las decisiones políticas en el estado, incluso la distribución del poder dentro de su mismo seno se vio afectada: paulatina y penosamente la legitimidad de la autoridad familiar centrada en el esposo-padre y mediador con el mundo externo, fue corroída. Más exactamente, el punto de inflexión a partir del cual comenzó a resquebrajarse el estilo de vida patriarcal, tuvo lugar cuando los jóvenes solteros – con o sin la bendición paterna - abandonaron sus hogares para instalarse en las ciudades, en pos de mejores oportunidades de trabajo. Al mismo tiempo, los valores se centraron en el desarrollo de la autonomía y la toma de decisiones. Cada integrante de la familia se volcó hacia sus propios intereses y los enfrentamientos intergeneracionales ocurrieron más temprano.

Pasados los tiempos de desconcierto y caos, la nueva sociedad industrial se estabilizó. Poco tenía que ver con la sociedad que había quedado atrás. La familia con su dinámica, atributos y funciones, tampoco era igual a la familia medieval: la pequeña familia nuclear formada por los cónyuges y sus hijos, se consolidó como el modelo ideal de familia de los países industrializados.
El casamiento por amor se popularizó, el apoyo mutuo de los esposos y la crianza exitosa de los hijos devino en una fuente de autoestima y valoración personal. Al respecto, dice Virginia Satir: “cuando la gente se sintió como ‘nada’, estuvo más necesitada de ser ‘todo’ para alguien”.
Más recientemente, después de las dos guerras mundiales, formar una familia y brindarles a los hijos, lo que los padres nunca tuvieron, se convirtió en un anhelo y un deber.

El proceso de independencia y reconocimiento de los derechos de la mujer se  inició más tardíamente, hacia fines del siglo XIX. Sin embargo, hasta entrada la segunda mitad del siglo XX, la realización personal de las mujeres se limitaba a contraer matrimonio con un buen partido, procrear y dedicarse al cuidado de la familia y del hogar. Ellas eran educadas para considerar su futuro en relación a: ¿con quién me casaré? y no a: ¿qué quiero hacer en mi vida? Su destino estaba escrito. En cambio, la vida pública estaba reservada para los hombres. Si, la armonía de los vínculos familiares era responsabilidad de la mujer, era deber del hombre – jefe de familia - proveer el sustento y el bienestar económico. La imagen de  familia en el colectivo social mostraba al hombre en su rol de proveedor económico y a la mujer en su rol de madre nutriente y ama de casa. Así era el orden preestablecido e incuestionable, lo fue por muchos años y aún lo continúa siendo para muchas personas.

Hacia mediados de los años ‘60 y principios de los ’70 se iniciaron en Inglaterra y EEUU nuevos cambios a nivel de la estructura familiar, que luego se extendieron a los demás países de occidente. El eje en torno al cual giró la transformación de la vida familiar fue la evolución de la situación de la mujer en la sociedad, debido fundamentalmente a su ingreso masivo al mercado laboral y a la invención de la píldora anticonceptiva.
El primero de los ejes estuvo relacionado con los avatares económicos de la época que condujeron a que los hombres se quedaran sin la certeza de poder mantener con un único ingreso el nivel de vida propio de las clases media y trabajadora. El segundo le posibilitó a la mujer decidir cuándo y cuántos hijos tener.

Progresivamente, a medida que las mujeres ingresaban al mercado laboral, ganaban en autonomía e independencia y como corolario, la estricta división del trabajo basada en el género se flexibilizó. El estereotipo mujer-nutriente / hombre-proveedor, perdió vigencia dando paso a hogares en los que ambos cónyuges aportan con su trabajo al presupuesto familiar y ambos realizan tareas domésticas. Pero, todavía en la década del ’60, si ellas tenían un trabajo remunerado, lo abandonaban al contraer matrimonio o esperaban continuar en él, al menos un tiempo, antes de la llegada de los hijos.
A  medida que ambos cónyuges se constituían en proveedores económicos del hogar, la especialización en las tareas domésticas perdía su sentido práctico. Por la misma circunstancia, la estricta diferenciación de roles paterno y materno se volvió menos eficiente para el cuidado de los hijos, y la autoridad paterna en cabeza del jefe de familia se transfirió a la autoridad parental en cabeza de ambos progenitores.

Entre 1965 y 1995, los jóvenes de la clase trabajadora empezaron a considerar otras opciones antes de casarse, mientras que en la clase media, los varones extendían sus carreras académicas y las mujeres optaban por profesiones no habituales para ellas como medicina o ingeniería.

La reducción de la fecundidad, la mayor esperanza de vida, la concentración  de los embarazos en las primeras etapas de la unión conyugal, la expansión de los servicios sociales dedicados al cuidado de los niños y los avances en la tecnología doméstica, redundaron en un aumento del tiempo que ellas disponen para tareas no domésticas. Por otra parte, su creciente independencia económica y su progresiva participación en la vida pública, amplió su margen de negociación en lo que respecta a sus derechos y responsabilidades. Como bien señala Catalina Wainerman, “el cambio de valores culturales que supone esta transformación es gigantesco”. Las nuevas generaciones de hombres y mujeres han hecho cambios sustanciales en relación a la generación de sus padres, ni qué decir respecto a sus abuelos. Sin embargo, en lo que respecta a las tareas domésticas, la participación de los hombres se mantiene en el plano de “yo te ayudo”, más que en el de un verdadero compromiso.

El nuevo ordenamiento ha originado bastante desorientación en las relaciones de pareja. En un artículo publicado en un diario de Buenos Aires, la periodista Norma Morandini señala: “... esta participación femenina en la vida pública impactó sobre la familia dónde los roles se han ido redefiniendo sobre la marcha con más contradicciones que decisiones, con más culpas que felicidad”.

No es posible tratar las transformaciones de la estructura familiar, sin entrar en el agitado debate público acerca de los valores familiares y sociales. Hay quienes ven en la pérdida del ideal normativo de la familia tradicional, la desacralización del matrimonio y el alejamiento de la mujer de la esfera exclusiva de las tareas domésticas, un peligro para la estabilidad social. Es interesante destacar que cuando la familia nuclear entraba en su apogeo, muchos analistas de la época lamentaban la desaparición de la familia extensa y temían que la familia nuclear se alejara de la red de parientes. Quienes así pensaban, algo de razón tenían pero, lo anecdótico lo proporciona el hecho de que esta forma de familia, tan resistida en un principio, fuera luego idealizada y sobre valorada como para crear una fuerte oposición a cualquier otra configuración que se aleje de la misma.

El cambio en las creencias y costumbres comenzó en las clases más bajas para extenderse luego a otros estratos de la sociedad. La pérdida del ideal normativo, es el resultado de un complejo proceso a través del cual, como señala Frank Furstemberg, “el modelo nuclear se volvió cada vez más inalcanzable, no tanto porque se creyera menos en él, sino porque para una porción creciente de la población resultaba cada vez más difícil ajustarse a las normas de comportamiento esperadas”.
En la misma línea interpretativa, Gerson indica que: Los individuos comienzan a reconsiderar sus opciones cuando las viejas soluciones se tornan inviables y la tolerancia hacia otras alternativas crece a medida que más individuos adoptan nuevos comportamientos”.
H. Rodman, desarrolla una perspectiva interesante al observar que la pérdida del patrón familia nuclear, se corresponde con una ampliación de los valores sociales dominantes de una época, acompañada por un debilitamiento de las sanciones a su trasgresión. La combinación de ambas tendencias conduce a que cada vez, más personas “consideren la posibilidad de comportarse de forma inaceptable hasta ese momento”, hasta que finalmente el nuevo comportamiento queda incorporado en la sociedad.
No era que antes la gente no mantuviera relaciones sexuales fuera del matrimonio, que no tuviera hijos extramatrimoniales, o que las parejas no conviviera sin estar casados, ocurría que todo esto estaba mal visto socialmente y cuando tomaba conocimiento público provocaba ¡un escándalo social!

Paralelamente a estos sucesos, aumentaban las exigencias en torno a la calidad de la vida matrimonial en lo que se refiere al logro de una mayor intimidad, mayor gratificación emocional y sexual, y una distribución más equitativa de las tareas. Otros, como señala Andrew Cherlin, empezaron a mirar el matrimonio con recelo y “la convivencia sin casamiento se convirtió para muchos en una alternativa a la unión matrimonial temprana, y para otros, una opción al propio matrimonio”.

Así fue que, el ideal de familia nuclear cimentado en un matrimonio sólido y duradero se hizo cada vez más difícil de sostener y poco a poco, el matrimonio institución... “empezó a perder su atractivo como forma de estructurar las relaciones entre hombres y mujeres” (Frank Furstenberg Jr.)

En forma paralela trepó el número de divorcios, para disminuir en los últimos años o al menos estabilizarse, debido a la disminución de las uniones matrimoniales. Las uniones de hecho, los divorcios y las monogamias sucesivas terminaron por instalarse, junto a la familia tradicional, como parte habitual del panorama de la vida familiar.

Indudablemente hoy, vivimos una época de cambios profundos. Estamos inmersos en un shok de transformaciones aceleradas que alteran una y otra vez nuestra vida cotidiana. Se transforman nuestros espacios físicos, nuestros tiempos, los objetos que usamos a diario, las distancias desaparecen en este mundo globalizado, cambia el medio ambiente, los valores, significados y costumbres, y aún verdades científicas que creíamos eternas. Las oscilaciones entre los períodos de cambio y de estabilidad se suceden rápidamente y en esa sucesión, son más los momentos de cambio que los de estabilidad.
La familia lejos de permanecer inmutable se modifica una y otra vez, para adaptarse a los nuevos tiempos y trascender. A partir del último tercio del siglo XX, la velocidad con que ocurren estas transformaciones es tan vertiginosa que no da respiro. Ninguna época exceptuando tiempos de guerra, ha presenciado variaciones tan rápidas en la configuración de los hogares y en el comportamiento de las familias. No es de extrañar entonces, que en nuestras sociedades no encontremos una forma única, sino más bien en una diversificación de las estructuras familiares. A la familia nuclear, le llevó más de cien años alcanzar la estabilidad, después de su nacimiento en plena Revolución Industrial y recientemente, en apenas algo más de tres décadas, perdió su preponderancia abriendo paso a una creciente diversidad de formas y estilos de vida familiar, objeto de innumerables trabajos y acaloradas controversias.

Al lado de la familia nuclear tradicional, comenzaron a cobrar relevancia numérica y social las familias binucleares, constituidas a partir de la separación o divorcio; las familias ensambladas, producto del nuevo matrimonio de un progenitor; hogares monoparentales, con un sólo progenitor a cargo. Más recientemente, en virtud de los avances tecnológicos, aumentó el número de familias con hijos engendrados por fecundación asistida. En algunos países, y recientemente en el nuestro, ha sido legalizado el matrimonio entre personas del mismo sexo, incluida la adopción de niños por parte de las mismas.

Las familias de hoy son diferentes a las de ayer, en más de un sentido. Mucha agua ha corrido bajo el puente y actualmente la familia tiende a pensarse más que como una institución, como un conjunto de vínculos más o menos estrechos o lejanos, que implican algunos derechos y obligaciones, más bien opcionales cuando se trata de la familia extensa.

Desde la perspectiva psicológica, la falta de reconocimiento social y validación de las familias no tradicionales, conduce a que los niños pertenecientes a esas familias crezcan en medio de sentimientos negativos respecto a si mismos y sufran las consecuencias que de esto se derivan.

Esta variedad de configuraciones, condujo a que muchos especialistas consideren más apropiado hablar de familias en plural, en vez de utilizar el vocablo en singular, debido a que el primero refleja con mayor precisión la realidad social de nuestra época. Sin embargo, a pesar de esta realidad que nos circunda, continúa el debate acerca de qué constituye una familia. Las discrepancias, lejos de limitarse a meras especulaciones teóricas como podría suponerse, tienen importantes y concretas repercusiones en el psiquismo de las personas, en el campo del Derecho de Familia, en la implementación de Políticas Públicas.

Dra. Dora Davison

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